Recordar al amigo, es de esos humanos hábitos que dan sentido a nuestra existencia. Es atenuar el profundo sentimiento de su pérdida, anclándonos en la memoria de lo vivido…en las entrañables experiencias compartidas, que suscitan, incesantes en nuestro espíritu, la callada afirmación que sentencia: “yo le conocí”.
Porque, quien conoció a José Manuel González Mena sólo puede guardar de él un recuerdo imborrable que perdurará más allá de nuestras propias vidas. Es la eternidad que sólo alcanzan los grandes hombres de esta tierra, al haberla honrado todos y cada uno de los días que transitó por ella. Y su honra, dignifica el sentimiento de orgullo de todos cuantos hemos nacido y aún permanecemos aquí.
Más allá de estas torpes palabras, incapaces de expresar las desbordadas emociones que nos trae el recuerdo del entrañable amigo, quedará la impronta de una vida ejemplar en el amor a su familia y a la esencia de todo aquello que nos distingue como pueblo. Porque aquella voz rutilante…aquel hechizo sonoro… ha quedado impregnado en los inconmensurables ecos de nuestro paisaje, y en la huella que se adivina cada vez que un cantador de nuestra tierra principia a revivir aquellos aires heredados de nuestras tradiciones, que él tanto se complacía en regalarnos.
Más allá incluso de su persona, nos quedarán grabados los sempiternos versos que él cantara a nuestros poetas…para, sin pretenderlo, inmortalizarse en ellos como la voz imprescindible y esencial que da expresión a los mismos.
Porque poetas y cantores siempre han ido de la mano en este rincón atlántico, en ancestral simbiosis entre los anhelos soñados y las voces que los despiertan a nuestra alma de isleños.
Pero, con Manuel Mena, la pluma del poeta se tornó cincel sobre bronce y fuego, en las manos de Fernando Garciarramos, para perpetuar aquella mirada al infinito que surgía de la hondura de su canto. Porque el poeta transigió que fuera su mano esculpidora quien hiciera tangible lo intangible…en un visceral intento por recuperar la triste ausencia del amigo.
Noble semblanza en el metal inerte, surgido del estruendo de la fragua cuando el aire aviva las llamas…como si aquel resplandor de su incandescencia alumbrara la generosa vida de su imborrable recuerdo. Es el mismo estruendo de una prodigiosa voz contenida para siempre en un instante de repique de cincel…en un retintín sonoro y evocador que anidará en los corazones de todos cuantos contemplen aquella entrañable faz impresa en el bronce.
Quien transite por estas calles cotidianas, detendrá el paso apresurado al mirar la noble efigie, porque sabrá haberse encontrado con algo consustancial a nosotros mismos…con una presencia que define y sintetiza nuestra razón de ser y nuestro amor a la tierra que nos sustenta.
Y aquí nos queda hoy y para siempre, todo cuanto fue Manuel Mena. Nos quedará su estimable ejemplo de cómo hemos de vivir. Y su inimitable voz retumbará perpetuamente sobre los aires y cadencias de nuestra tierra, como uno de los altares donde se consagra la esencia de nuestras raíces y cultura. Quedará también su semblanza esculpida, coronando aquel verso del poeta: “…no importa morir si el timple se va conmigo…”. Y quedará la calle donde perder los pasos para recordar al cantador que se convirtió en la voz de todo un pueblo, para que así… esa calle…por fin ”calle de todos será”.
Félix Román Morales Díaz
Para Artistasenred y
Etnografía y Folclore
Felicidades extraordinario el artículo, escrito con un sentimiento profundo.
ResponderEliminarFernando Malaxechevarría
Gerente de www.Nuestrasislascanarias.es